LLEGADA A CASA, por Valeria

“Te eché de menos…”, confesé levantándome del asiento.

La escasa luz acompañó mis pasos, pausados, silenciosos y, mientras arrastraba la punta de los pies al acercarme a su cuerpo, notaba la melodía de nuestros movimientos empezar a marcar el resto.

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Llegué a él, parsimoniosa, levantándome de puntillas sobre el suelo para buscar mi beso, respirando a la altura de sus labios hasta rozarlos, dejando que mi pie derecho se levantara siguiendo las notas mudas que dictaban los suspiros serenos.

Grande y fuerte, su brazo me rodeó, acoplándose a la perfección en la curvatura de mi espalda, la que es atrevida e indecorosa para alguien ajeno a mi cama, la que sólo es suya por méritos propios.

Girando sobre el pie apoyado me dejé caer como tantas otras veces, sin interrumpir el beso, dejando que su otra mano buscara acoplarse a la corva que le conduciría al muslo desnudo debajo de mi falda.

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Solos en el piso, la luz tenue invitaba a bailar en silencio o a carcajadas, a dejarse llevar de camino a la cama, o a terminar por darnos la bienvenida allí mismo, más a fondo, sobre las baldosas o contra el poyo.

Sus labios recorrieron mi cuello como un suspiro, silencioso y sereno, perceptible pero tierno. Mi piel lo recibía de buen agrado mientras, sin moverme, de pie, apoyada sobre la barra, me dejaba hacer, disfrutando con los ojos cerrados de las caricias de sus manos que, sin apresurarse, buscaban la piel debajo de mi camiseta, para volver a salir, dejando que mi deseo se acumulara, que las ganas fueran a más.

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Jugó por encima de mi falda, apretando mis caderas contra la dureza de su erección, que se acoplaba entre mis nalgas, siseando contra la ropa, haciéndome la boca agua con discreción.

No pronuncié palabra, ni él tampoco, en un pacto mudo en el que el tacto era el protagonista, subiendo la falda hasta mi cintura, colando los dedos bajo el algodón de mis braguitas y bajándolas en un gemido afónico, recorriendo la redondez de las nalgas, haciendo que me mojara, que me derritiera entre las piernas.

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Me incliné apoyando los codos sobre el poyo, facilitando la entrada, húmeda y carnosa, mordiéndome el labio inferior al sentir la suavidad de su glande colocarse con disimulo y, aguantando la respiración en lo que se abría paso dentro, empujando con firmeza hasta chocar, saliendo para volver a empezar.

La intensidad con la que hicimos el amor, la suavidad con la que follamos, eran la misma, disfrazadas de un excitante sigilo interrumpido únicamente por los quejidos sinceros de nuestra respiración, acompasados jadeos que nos llevaron al placer, envueltos en instinto, sudando las palabras, corriéndonos en secreto, sin que nadie oyera el momento.

Sin parar a descansar, goteando de placer ambos, con el orgasmo todavía palpitando, caí de rodillas con las piernas temblando, rozando mi nariz la punta de su glande antes de que desapareciera en mi boca. Empecé a chuparlo, saboreando la mezcla de nuestros jugos, succionando los restos de semen, lamiendo del tronco el pringue que sabía mío, blanquecino y espeso, con ese toque tan excitante y el morbo de saborearme a mí misma.

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Mis dedos se colaron entre mis labios abiertos, hinchados, exageradamente lubricados, con el escozor de la fricción previa, con el deseo de la nueva, perdiéndose sin miedo para buscar el placer escondido, para arrancar un suspiro entre viscosos sonidos mientras mi ávida lengua mantenía su erección fresca.

Lo engullí sin miedo hasta que pensé que la mandíbula se me desencajaba, ayudándome con la mano, compaginando las dos, alternando lametones, mirándolo a los ojos en una súplica, fundiéndose nuestras miradas en pura lujuria. Mis jadeos se acentuaron, acortándose entre ellos, notando mis músculos tensarse en el intenso chapoteo que propiciaban mis dedos en mi chochito abierto hasta correrme en un inmenso orgasmo.

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El pene de mi chico se endureció por momentos mientras mi mano exhausta continuaba zarandeándolo sin pausa, moviendo la piel arriba y abajo hasta que sus ojos se tornaron blancos y un rugido lo llevó al trance, gruñendo a la vez que se derramaba sobre mi mano hasta la muñeca, de la que lamí su semen antes de caer rendida, complacida.

 

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